sábado, 31 de enero de 2009

Psicoanálisis y transversalidad. La Transferencia


La transferencia, según Freud, se refiere a la actualización en el proceso terapéutico de sentimientos, actitudes y conductas inconscientes, por parte del paciente, que corresponden a pautas que éste ha establecido en el curso de su desarrollo, especialmente en la relación interpersonal con su medio familiar. Distingue entre transferencia positiva y negativa, pero ambas son siempre coexistentes e integran la parte racional o inconsciente de la conducta y constituyen aspectos de la misma no controlados por el paciente.

La teoría de la transferencia sufrió innovaciones. Lacan la concibió en torno principalmente del saber. Si tenemos un sueño o cometemos un desliz verbal, es probable que no comprendamos su sentido, pero sabemos muy bien que, sea cual fuere, éste nos concierne.

La transferencia implica en parte atribuir un sujeto a este saber, de modo tal que el paciente advierte que hay un saber del que está separado y asume que existe un sujeto de ese saber, identificado con el analista.

El analista es entonces el sujeto “supuesto” de ese saber. Una vez que se establece esta suposición, se produce la transferencia.

Pero Lacan demuestra que la transferencia tiene otra faz, que implica algo opuesto al saber: el objeto a. Cuanto más alienado está el sujeto en el lenguaje, cuanto más acelera sus enunciaciones respecto a lo que quiere decir, cuantos más deslices comete, cuanto más se pierde en la asociación libre, cuanto más opera la transferencia en la dirección de una apertura del inconsciente, cuanto más material produce, ¡tanto más emergerá el objeto para bloquear y obstruir esta producción!

A la idea de Freud se le da por consiguiente una nueva formulación, considerando que abarca tanto la apelación al saber como el silencioso abrazo del “objeto a”, al que Lacan denomina “separación”. Alude a la separación de la cadena significante, del circuito de la palabra. Cuanto más se aliena el sujeto en la palabra, más se separa de ésta para refugiarse en la relación fantaseada con el objeto.

La transferencia muestra, pues, una oscilación entre la alienación y la separación.

Ahora podemos hablar de la transferencia en el grupo, de la transferencia institucional en la medida en que podemos considerar que también el grupo está “estructurado como un lenguaje”, y así puede entonces plantearse la cuestión de saber cómo habla. ¿Un grupo puede o no ser sujeto de su enunciación? ¿A título consciente o inconsciente? ¿A quién habla? ¿Un grupo sometido, alienado en el discurso de los demás grupos, está condenado a quedar prisionero del sin-sentido de su propio discurso? ¿El grupo y su sin-sentido no mantienen una suerte de diálogo secreto, producto de una alteridad potencial?

Del fondo mismo de su impotencia, el grupo puede ser portador de un llamado inconsciente para que algo pueda ser posible, aunque sólo se limite a hablar juntos de esta impotencia. Grupo sometido y grupo sujeto no deberían ser entonces considerados como mutuamente excluyentes.

Desde el aspecto del sometimiento del grupo, tendremos que descifrar los fenómenos que tienden a replegar al grupo en sí mismo, los liderazgos, las identificaciones… todo lo que tiende a proteger al grupo, a defenderlo de las tempestades significantes cuya amenaza es sentida como proveniente del exterior por una operación específica de desconocimiento, que consiste en producir esa especie de falsas ventanas que son los fantasmas de grupo. Se está en el grupo para negar colectivamente el hacer frente a la nada.

Desde el otro aspecto, el del grupo-sujeto, el diálogo, la intervención en los otros grupos es una finalidad aceptada, que lo obliga a una cierta lucidez con relación a su finitud, y que le perfila el horizonte de su propia muerte, es decir, de su estallido. La vocación del grupo-sujeto a tomar la palabra tiende a comprometer el estatus y la seguridad de los miembros del grupo; se desarrolla así una suerte de vértigo donde el grupo querrá, cueste, ser sujeto, comprendido en el lugar del otro, y así recaerá en la peor alienación, la que está en el origen de todos los mecanismos compulsionales y mortíferos que conocemos en las pequeñas camarillas religiosas, literarias o revolucionarias.

¿Cuáles podrían ser los factores de equilibrio de un grupo entre estos distintos aspectos de la alienación: el factor externo -del grupo sometido-, o el interno -en la tangente loca del proyecto de un grupo-sujeto-?

En tanto que el grupo permanece como objeto de otros grupos, recibe el sin-sentido, la muerte, del exterior; podemos dar por descontado que se refugiará en sus estructuras de desconocimiento. Pero ni bien el grupo deviene sujeto de su destino, ni bien asume su propia finitud, su propia muerte, entonces los elementos de recepción del superyó son modificados. Estamos en el grupo no para escondernos del deseo y de la muerte, comprometidos en un proceso colectivo de obsesionamiento, sino en razón de un problema particular, no para la eternidad, sino a título transitorio: esto es lo que Guattari llama “la estructura de transversalidad”.

Schotte ha subrayado que, en la transferencia, no había casi nunca verdadera relación dual, que es al menos triangular, que siempre hay un objeto mediador que actúa como soporte ambiguo. No nos desplazamos en el orden de la transferencia, sino en tanto que algo pueda desplazarse. Algo que no es ni el sujeto ni lo otro. El cara a cara con el otro no explica la apertura hacia el otro, no funda el acceso a su comprensión. Lo que es fundador, por ejemplo de la metáfora, es ese algo fuera del sujeto, adyacente al sujeto, que Lacan describió con el término de objeto a.

Si nos planteamos ¿dónde está la ley?, ¿está detrás de nosotros, detrás de la historia, de este lado de nuestra situación real y por tanto de nuestra apreciación?, ¿o bien está ante nosotros, a nuestro alcance en una posible recuperación?, ¿quién planteará esta cuestión?, sólo podrán hacerle frente grupos que acepten el carácter precario y transitorio de su existencia, admitiendo lúcidamente la confrontación de las contingencias situacionales e históricas, el cara a cara con la nada, y rechazando refundar místicamente y justificar el orden existente.

Cualesquiera que sean los lineamientos del cursus analítico, la referencia a un modelo determinado de normalidad permanece implícita. Ciertamente el analista, en principio, no espera que esta normalización sea el producto de una identificación pura y simple del analizado con el analista, pero no por ello trabaja menos y como a su pesar en un proceso de identificación del analizado en un perfil humano compatible con la ley social existente y la asunción de su marcado por los engranajes de la producción y de las instituciones. El analista no encuentra este modelo en la sociedad actual. Justamente, su trabajo es forjar uno nuevo allí donde falla su paciente; por otra parte, de una manera más general, la sociedad burguesa y capitalista moderna ya no tiene a su disposición modelos satisfactorios. Para responder a esta carencia, el psicoanálisis toma prestado sus mitos a las sociedades anteriores.

Para Guattari la cuestión es otra: se trata de saber si existe o no una posibilidad de economizar este recurso a los modelos alienantes, si es posible fundar las leyes de la subjetividad en otra parte que en la coacción social y por los caminos mistificantes de estas referencias míticas compuestas. ¿Existe para el hombre la posibilidad de ser él mismo el fundador de su propia ley?

Si existe un Dios totalizador de los valores, todos los sistemas de expresión metafóricos permanecerán conectados en el grupo sometido por una suerte de cordón umbilical fantasmático que lo liga a este sistema de totalización divina. El orden de los valores humanos, tomado como sistema de referencia, está a dos pasos de los sistemas de posicionalidad divina. ¿Qué es lo que se transmite de la mujer encinta al niño? Un cúmulo de cosas, alimentos, anticuerpos, pero tal vez también y ante todo los modelos fundamentales de la sociedad industrial. Estamos entonces ya en el significante, pero no aún en las palabras y el lenguaje. El mensaje transmitido no tiene que ver gran cosa con las leyes estructurales de la lingüística y de la etimología, sino principalmente con todas esas cosas heteróclitas drenadas por el llamado género humano.

Todo lo que intenta así hablar, en un nivel que no es el de la palabra, todo lo que es transferencia, transmisión, intercambio, está caracterizado como pudiendo ser cortado, como algo que permite ese juego de articulaciones de los significantes. Existe aquí una precariedad congénita de la estructura de intercambios, en tanto que ese significante que no ha “cristalizado” como un lenguaje está en el fundamento de la sociedad y, en última instancia, en el fundamento de las leyes de todo sistema significante, incluida la lingüística.

Si la palabra no existe en el orden animal, es porque el sistema de transmisión y totalización de este orden pudo pasarse sin ella hasta el presente, lo que no es el caso para la rama degenerada de la humanidad; las relaciones de la palabra, de la imagen y de la transferencia en el ser humano están ligadas a una carencia fundamental –lo que Lacan llama una “dehiscencia del organismo” que, además, lo obliga a recurrir a formas de división social del trabajo para sobrevivir.

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